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Inteligencia Artificial: la humanización de una nueva especie

Por Ricardo Palomo
Catedrático y Decano en Universidad CEU San Pablo
Delegado de la Rectora para Transformación Digital

La ética en la utilización de la IA salta a un primer plano y demanda reglas o compromisos, que deben basarse en una sociedad que debería estar bien formada en valores, con criterio y con capacidad de juicio crítico

El popular Chat GPT ha cumplido, el pasado 30 de noviembre de 2023, el primer aniversario de su lanzamiento mundial. Se trata de la efeméride de un fenómeno viral que llegó al público tras años previos de desarrollo y que está revolucionando el modo en que las máquinas trabajan para o con humanos.

La irrupción de esta singularidad tecnológica parece cuestionar la percepción sobre cuál será el rol de la humanidad a medida que avance el desarrollo de la aún incipiente era de la inteligencia artificial y, lógicamente, ahonda en la evidente inquietud que provoca la exponencial revolución tecnológica en el desempeño de muchas profesiones y, también, en su perspectiva social y ética.

Una parte considerable de la sociedad siente una suerte de vértigo tecnológico por la extraordinaria aceleración de la innovación tecnológica; acentuado con la IA, por la sensación de futurible pérdida de supremacía de la especie humana.

Desde hace siglos, las máquinas eran invenciones que podían hacer muchas cosas con más rapidez y mejor que los humanos y que, además podían liberar del esfuerzo físico o intelectual (como hace una simple calculadora). Desde la tosca pero eficiente tecnología del sílex de nuestros remotos ancestros hasta la capacidad actual para explorar el espacio exterior o, también, para destruirnos a nosotros mismos, han transcurrido milenios de avance tecnológico han transcurrido milenios de avance tecnológico, pero siempre el ser humano ostentaba una supremacía como especie, fundamentada en su intelecto y su consiguiente capacidad para pensar y buscar soluciones para subir cada uno de los peldaños evolutivos y para resolver los problemas que amenazaban su supervivencia o su bienestar.

Con los siglos nos hemos convertido en seres humanos “aumentados” capaces de desplazarse más rápido o volar más alto y más lejos que cualquier otra especie animal. Somos una especie hegemónica y sin competencia en el universo conocido gracias a los avances tecnológicos. Quizá ahora, ante el advenimiento de una nueva especie no animal creada por nosotros mismos necesitamos domesticarla para encauzar su aportación en favor de la esencia misma de la especie humana, dentro de un marco de responsabilidad con las personas y, también, con el planeta.

La IA es ahora un cachorro con desbordante energía y potencial que debe ser educado o entrenado para respetar a las personas y a las cosas. Tendrá que asumir la autoridad de su “amo” guiándose por reglas y principios consensuados por la sociedad a través de la regulación de los países e instituciones.

En este contexto, las instituciones educativas conviven ya con estudiantes cada vez más “aumentados” por los recursos tecnológicos a su alcance y, particularmente, por la irrupción de la IA en sus rutinas de estudio y aprendizaje. Súbitamente los educadores aprecian el poder de la IA actuando como el perfecto asistente personal de los estudiantes, relativizando su esfuerzo intelectual humano y cuestionando qué y cómo se debe aprender, cómo se puede evaluar y cómo va a afectar a sus futuras profesiones.

La ética en la utilización de la IA salta a un primer plano y demanda reglas o compromisos, que deben basarse en una sociedad que debería estar bien formada en valores, con criterio y con capacidad de juicio crítico; pero la sociedad actual es frágil en estos soportes y de ello resulta la complejidad de pedirle a una máquina que tenga un desempeño más ético que el de sus creadores.

La IA es una singularidad no exenta de controversia, pues, si en el pasado la mecanización era de carácter fabril y en tareas mecánicas con poco valor añadido humano, ahora añade un excepcional impacto sobre las tareas cognitivas y, particularmente, sobre las profesiones de cuello blanco.

En esta encrucijada, quizá los empleados deban preocuparse menos por ser reemplazados por la IA y más por ser reemplazados por otros humanos que saben aprovecharla. Veremos cómo en los próximos años unos empleos se destruirán, otros se crearán y muchos se transformarán. Por ello, no contar con nuevas generaciones preparadas para cubrir la demanda de los trabajos del futuro puede resultar nefasto para el porvenir de cualquier nación.

El sistema educativo ya está orientando su metodología y contenidos para contribuir favorablemente a la veloz transición digital; pero es una embarcación de gran tonelaje que requiere tiempo para maniobrar y adaptar su rumbo. Así, las universidades están afrontando con desigual perspectiva la irrupción de la IA, aunque la inmensa mayoría comparten ya esa visión de renovación en el fomento de las habilidades humanas y estímulo de juicio crítico y, a la vez, la formación en competencias digitales.

El papel de las instituciones educativas en la nueva era de la inteligencia artificial es reforzar a la persona en lo que le distingue verdaderamente como tal, actuando también como catalizador en la observación y aplicación de la ética en la IA.

Este estado de cosas lleva a distinguir entre la corriente tecno-pesimista o distópica y la corriente tecno-optimista o utópica. La primera enfatiza que el cambio es demasiado rápido y que no deja margen temporal suficiente a una transición sostenible ni al trasvase de empleados de unos sectores a otros. Por su parte, el tecno-optimismo señala la mejor calidad de vida laboral y la creación de más empleos relacionados con la digitalización que los destruidos por su impacto. Entre una y otra visión sí parece cierto que desaparecerán empleos y que muchos se transformarán; que los empleados con más formación y habilidades se adaptarán mejor al cambio; y que se requerirá una formación más interdisciplinar. Todo ello puede llevar a tener una visión optimista a largo plazo, aunque pesimista durante la transición. Con todo, prueba de la capacidad de adaptación es que las tasas medias de desempleo de hace un siglo son similares a los actuales, a pesar del evidente progreso tecnológico y de que la población mundial sea siete veces mayor, por lo que debe verse el futuro del trabajo como una oportunidad para nuevos perfiles laborales, con habilidades tecnológicas y relacionales en detrimento de las administrativas u ordinarias.

Formar personas, formar a una sociedad en tiempos de transición digital y de la recién llegada inteligencia artificial, requiere de esfuerzo y compromiso de sus dos componentes principales: los formadores y los que van a ser formados; pues el futuro del trabajo se encamina a una necesaria relación de complementariedad híbrida que va a descubrir una infinidad de nuevos empleos, además de potenciar y poner en valor las cualidades esenciales del ser humano basadas en su verdadera inteligencia creativa, emocional, relacional e interpretativa y a saber hacer que la IA desempeñe su labor en un marco ético bajo parámetros de dominio humano.

Ricardo Palomo, Catedrático y Decano en Universidad CEU San Pablo y Delegado de la Rectora para Transformación Digital

Ricardo Palomo es Catedrático de Economía Financiera, Decano de la Universidad CEU San Pablo y Delegado de la Rectora para la Transformación Digital. Dirige el Metaverse I+D Community Lab CEU-ACM, el Blockchain & DLT Lab y la Cátedra de Innovación, Tecnología y Transición Digital en MESIAS. Ostenta diferentes cargos en AECA, Alastria Blockchain Ecosystem y Observatorio del Impacto Social de la Ética en la Inteligencia Artificial (OdiseIA). Es Vicepresidente de la Fundación FIFED y Vocal del Observatorio de Justicia y Competitividad de la Comunidad Autónoma de Madrid.